Con frecuencia ensalzamos los valores… de eso va la ética. Sin embargo, también nos hemos referido aquí a otros que podríamos denominar contravalores: vanidad, falsedad, arrogancia, pereza, mezquindad, ignorancia, deshonestidad, injusticia, etc.
Volviendo a estos últimos, creo oportuno comentar algo
sobre la frialdad afectiva que, salvo en los casos de auténtica patología
psiquiátrica, se caracteriza por la rigidez, el desapego, el egoísmo y la
pésima educación. Es detectable a diario, tanto en el ejercicio profesional como
en las relaciones de carácter interpersonal.
Quiero incidir específicamente en algo que observo con
espanto en una parte de la gente joven, consistente
en la falta de reconocimiento dispensado a sus progenitores.
Me refiero a individuos muy autorreferenciales para los
que nada importa, excepto su propio interés. Piensan y actúan en exclusiva
función de sus deseos, no apreciando lo que reciben, ni valorando a quienes les
permiten mantener su modo de vida.
Es cierto que resulta complicado mostrarse agradecido y
generoso ante el sombrío panorama que tienen delante: paro, crisis, fraude,
corrupción, referentes públicos impresentables, cinismo, manipulación, mentira,
desesperanza y desvergüenza… Sólo esa frustración explicaría algo su actitud,
sin justificarla totalmente.
A pesar de lo anterior, no estaría mal que
reflexionaran sobre el origen de lo que tienen (ciertamente, no todos): casa, bagaje,
formación, bienes materiales compartidos y un cálido, permanente e incondicional apoyo
familiar.
Sorprende el desinterés proyectado
hacia sus más cercanos, convencidos de que no les fallarán nunca y persistirán
en su tutela, a pesar de la ausencia de agradecimiento.
Creo que es penoso e injusto no valorar el esfuerzo de
sus padres, desde la miope atalaya del “hacen lo que deben y nunca me pidieron
permiso para nacer”
¿Acaso ignoran que en otras culturas, no muy lejanas
geográficamente, la consideración tan española del hogar familiar como
cuna-nicho (a su disposición desde que nacen hasta que se mueren) es
inexistente?
En el ejercicio de la medicina se asiste cada día a
esta cruda y cruel realidad, caracterizada por el escapismo y la no implicación
ante un diagnóstico grave, el deterioro repentino e inesperado o la incapacidad
paterna que precisará cuidado. Estos “personajes” ante esas situaciones, “ni
están ni se les espera”.
Mantienen una actitud muy receptiva para lo de su
conveniencia y tremendamente refractaria para todo lo demás. Lo suyo es “recibir por derecho natural”, por ser quienes son, porque se lo merecen y
porque el mundo siempre giró a su alrededor y así deberá seguir ocurriendo.
En ocasiones, no preguntan ni por el pronóstico del
familiar enfermo y muy cercano (padres o abuelos), negándose a aceptarlo cuando
se les informa. Se trata de algo que no va con ellos, que no les incumbe y que
no están dispuestos a asumir. Ante esas malas noticias, mantienen una vítrea
actitud que sorprende, asusta e intimida.
Inmediatamente se instalan en la queja, no llegando
más allá de la preocupación por la salpicadura que les generará la nueva situación
y la imputación de la “culpa” a imaginarios terceros.
Lo poco que se podría argumentar en su defensa, es que
son víctimas y consecuencia del espejismo de la sociedad de la abundancia, cuya
existencia, sin haber llegado a ser real, ha devenido en absolutamente imposible
por falaz.
Están, les guste o no, forzados a buscar respuestas
vitales fuera del consumismo, el hedonismo, la ambición desmesurada y el culto
a la propia imagen.
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